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martes, 24 de abril de 2018

PASAPORTE A MIL LUGARES

Aún no había descubierto Macondo, aunque ya lo buscaba. Supongo que lo intuía. O tal vez ya vivía allí sin saberlo, porque casi todo era explicable ya fuera por la magia, por el destino o por la fantasía. Y los pequeños tropiezos tenían siempre final feliz. Era la Prehistoria, mi infancia, y el mundo entero, un mundo feliz, estaba por delante.
        Mi pasaporte, aún en la más tierna minoría de edad, ya estaba lleno de sellos, y las páginas en blanco eran promesas de mil destinos, de viajes a mil lugares. En plena semana del Libro, oficial, que para mi todos son días de lectura, es momento de repasar mí vuelta al mundo en un montón de años. O todas las vueltas que pienso seguir dando.
        Pero por entonces, cuando descubrí los libros, Europa era la Francia de Los Tres Mosqueteros, y el Norte de los vikingos; la Rusia nevada de Miguel Strogoff y el Londres de Dickens, la Suiza de Heidi y la Italia de los relatos de Edmundo D’Amicis, de Marco buscando a su madre. No habíamos descubierto Alemania. Tampoco habíamos visto un negro en nuestra vida. África era selva y leones, América del Norte, indios y bisontes. Colón en el Sur, con muchos relatos de la Conquista, de los mayas y los incas. Y Asia… la China misteriosa y el Japón de los samuráis. Ni rastro de Australia y mil sueños de aventuras por los mares del Sur. Ya había visitado la Isla del y las junglas de Salgari y los desiertos de Lawrence de Arabia, y las profundidades de la tierra que Julio Verne situó en un volcán de la remota Islandia.
        Quedaban aún muchas hojas blancas en el pasaporte. Faltaban muchas lecturas que anotar, con su sello correspondiente. Y viajé a la Macedonia de Alejandro a lomos de Bucéfalo, pasando  por el Olimpo, en la etapa en que me dio por la mitología. Y por la Inglaterra victoriana del brazo de Miss Marple en cualquiera de las novelas de Agatha Christie; y a la Rusia atormentada de Tolstoi y Dostoievski. Y más cerca, pero en un camino igual de fascinante, que me llevó a fascinante Salamanca de los pícaros españoles, a la gruta de Segismundo, a la Fuenteovejuna de Lope o al polvo enamorado de Quevedo flotando entre la Corte y el exilio.
        Viaje fantástico al realismo mágico sudamericano, a los Andes de Lituma y a mi Macondo añorado, al que siempre vuelvo; al espejo de Borges, y a jugar a la Rayuela con Cortázar; a las  guerras de Hemingway y a Cuba, a bordo del Pilar, para ayudar al Viejo a pescar el pez.
        Vuelo exprés al almendro de nata con Miguel Hernández, y al olmo viejo con Machado, a Isla Negra con Neruda, a la alegría con Benedetti...A la Barcelona de Mendoza y Vázquez Montalbán, al Japón de Murakami, a Nueva York con Auster y a la impecable Escandinavia con los nuevos maestros de la novela negra.
        Decía Cortázar, que “los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo”. Entendiendo por casa, claro está, la vida y sus azares. Y qué razón tenía. Sigo de viaje. Sin patria y sin visados, porque los libros no entienden de fronteras, y te llevan más lejos que cualquier medio de transporte por supersónico que sea.

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