Por conciencia
de clase, por las muchas historias que he leído desde chica, en la que los
poderosos eran los malvados de turno, que tenían asfixiados a los pobrecitos
protagonistas, o por lo que sea, el caso es que siempre he tenido una cierta
aversión a los millonarios, tanto a los ricos de cuna como los que, al calor de
crisis varias, expolios, deslocalizaciones (con destino Bangladesh, Pakistán o
cualquier otro país con mano de obra esclava), a los habitantes de paraísos con
papeles o de corrupciones capaces de catapultar al olimpo de los ricos y
famosos a cualquier muerto de hambre.
Millonario ha
sido siempre para mí sinónimo de herederos de fortunas familiares conseguidas
en el Medievo a golpe de látigo, o de sinvergüenza sin paliativos, que todos
conocemos el dicho de que nadie se hace rico trabajando honradamente.
Y mira por donde
me encuentro la "carta de los cuatrocientos". Parece el título de una
novela. O de una película. Pero es una carta de verdad. Nada menos que 400
millonarios y, más aún, multimillonarios, han escrito una carta a Trump, el
supermegarico presidente de los Estados Unidos, pidiéndole, ojo al dato, que no
les baje los impuestos. Como lo estáis leyendo.
La misiva, suscrita por nombres como George Soros y
Steven Rockefeller, de los "rockefeler" que se bañan en oro de toda
la vida, considera que la rebaja de impuestos solo favorecerá la desigualdad y
aumentará la deuda. Y dicen más.
"Creemos firmemente que la forma de crear más trabajos de calidad y
fortalecer la economía no es mediante reducciones de impuestos para los que más
tenemos, sino invirtiendo en el pueblo americano" .
Aún no he podido
cerrar la boca después de leerlo. Y eso, que, aunque no sea muy lista, tonta
del todo no soy, y mis entendederas me dan para valorar que no lo hacen del
todo por mejorar las condiciones de vida de sus compatriotas menos afortunados,
sino por asegurarse que siguen siendo millonarios y que lo serán sus deudos en
las próximas generaciones.
Supongo que todos
tienen muy presente el principio básico de Henry
Ford, otro milloneti ilustre, que pensaba que cualquiera de sus empleados
debería ser capaz de comprarse uno de sus coches para que realmente su negocio,
basado en la producción en cadena, pudiera funcionar. Vamos, que si ganaban
poco y no podían consumir, su empresa se iba al traste.
Y admitiendo lo poco que tiene de justa y de solidaria
tal actitud, me parece bastante mejor que la que están adoptando nuestros ricos
patrios, llevándose sus dineros a paraísos fiscales, y sus empresas allí donde
pueden comprarse unos centenares de trabajadores por un puñado de dólares, sin
inoportunas limitaciones de horarios y jornadas laborales, sin cuotas a la
seguridad social de turno, sin permisos por vacaciones ni para ponerse
enfermos, y sin los engorrosos convenios colectivos, que sólo hacen dar
derechos a quienes, por nacimiento, no los deberían tener.
Tiene que llegar el momento en que esto explote. La
brecha de la desigualdad que señalan los millonarios americanos, ya no es
grieta, es una sima profunda que amenaza con engullirnos. No es que ya no
podamos comprar el coche que producimos, es que en muchos lugares no se tiene
acceso a los productos que se arrancan a la tierra, a la comida más simple, y
llegará el día en que no se pueda adquitir ni la camiseta que hayan cosido unas
manos deformadas por el frío y las muchas horas de empuñar la aguja.
Pero mientras nuestros millonarios de cabecera sólo se
ocupen en acumular millones, y con el placet de la mayor parte de los Gobiernos
del mundo, poco podremos hacer. Salvo reprimir las naúseas cuando se hable del
lugar que ocupan nuestros ricos y famosos en la lista Forbes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario