Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 26 de abril de 2017

Desde Macondo. LOBOTOMIZADOS

Se suele decir de alguien que está lobotomizado como sinónimo de tener escasas luces o de estar alienado o, lo que es peor, de alguien que no se molesta en desarrollar opiniones propias. ¿P’a qué? Aquí han debido hacer lobotomías a destajo, las han repartido a espuertas, o a capachos, como se dice en mi pueblo. Nos han cortado de raíz las conexiones nerviosas del cerebro, y ya no somos capaces de conectar el mundo que debe ser con el que es.
          No se me ocurre otra explicación,  después de que día a día contemplemos, entre el cocido y el postre, la ensalada de corruptos desfilando por nuestro cuarto de estar, camino de la cárcel, del juzgado o de sus lujosos áticos o chalets, y podamos seguir comiendo. Y hasta hacer la digestión y dormir la siesta. Porque claro, de los cuerpos gaseados y despedazados de los niños sirios, de los ahogados en el Mediterráneo, o de nuestros convecinos rebuscando en contenedores, en plena “recuperación”, que dicen los chichos del Gobierno, ya ni hablo. Al fin y al cabo, sólo ocupan unos segundos en el telediario, unos cuantos planos entre corrupción y corrupción.
          Hay que estar lobotomizado para tragarse sin rechistar un informativo que nos cuenta cómo nos roban mientras nos hablaban de recortes, que nos deja claro que la crisis era eso, sin que lo supiéramos. O queramos saberlo. Definitivamente, nos falta un buen trozo del cerebro si hablamos con normalidad, y sin parecer la niña del Exorcista, de los González, Bárcenas, gurteles, púnicos, pujoles y demás, de millones y más millones, mientras se arrinconan otras cifras, las de españolitos en riesgo de exclusión social, las cifras de parados sin prestación , los salarios infamemente bajos, la emigración forzosa…
          Si no es eso, que no tengo yo conciencia de haber pasado por quirófano alguno, es que, como se decía antes, nos han metido algo en el agua, o en  los cartones de leche para lobotomizarnos sin que nos enteremos. Porque de otra forma no se explica.
          No entra dentro de lo natural estar tranquilamente fregando los platos mientras la tele te reboza las docenas de millones que nos han robado impunemente, o cuando te intentan engañar con unas maquilladísimas cifras de desempleo, o te mienten sin rubor sobre esos brotes verdes en los que algunos, que no somos nosotros, se están revolcando desde siempre.
          Algo debe ser lo que nos deja tan tranquilos, sin echar espuma por la boca ni nada, atendiendo a nuestras tareas cotidianas con algún cabreo momentáneo que se pasa enseguida. Sea como sea, no es normal. Es como si nos hubieran practicado una lobotomía colectiva para seguir vegetando, que no viviendo, mientras otros hacen y deshacen en nuestro presente y nuestro futuro.
          Y puestos a ser crédulos, prefiero retirarme a Macondo, donde nadie se extrañó cuando Melquiades volvió de entre los muertos porque no soportaba estar solo; y el padre Nicanor levitaba al tomar una taza de chocolate, y un niño nació con cola de cerdo, y otro lloró en el vientre de su madre; y Remedios ascendió a los cielos mientras plegaba las sábanas, y los conejos y las vacas se multiplicaban al paso de Petra Cotes.
          Mucho más normal, donde va a parar….

miércoles, 19 de abril de 2017

Desde Macondo. LA RESURRECCIÓN

Podría empezar con eso de…”y al tercer día resucitó”, que lo tenemos muy reciente. O acudir al diccionario de la Real Academia, siempre dispuesto a poner las cosas en su sitio, que nos explica que resucitar viene del latín 're-' y suscitāre , que significa levantar', 'avivar' y, coloquialmente, restablecer, renovar, dar nuevo ser a algo.
          ¡Vamos que si hemos levantado, avivado, y restablecido (lo de renovar y dar nuevo ser no lo tengo claro), la Semana Santa!. Tanto, que me he remontado varias décadas atrás, cuando me daba miedo salir a la calle con tanto encapuchado suelto. Y ya ha llovido desde aquello, que una tiene su edad. El caso es que, además del creciente número de procesiones, de las banderas a media asta, los nazarenos de todos los colores y las multitudes enfervorecidas llenando calles y plazas, los datos constatan que el total de horas de programación religiosa en televisión durante esta Semana Santa, de Jueves Santo al Domingo de Resurrección  ha sido de 360 horas, un dato que supone 56 minutos más que el año pasado. La cifra es la más alta de los últimos diez años.
          Ya son horas. Sí, entre todas las cadenas. Y contando Ben.Hur, la Túnica Sagrada, los Diez Mandamientos, Rey de Reyes o Barrabás., que se han paseado por la parrilla como Juan por su casa. Pero son demasiadas horas de procesiones y películas bíblicas a estas alturas de siglo y de mundo global y diverso.
          Igual es que estoy más sensible este año, o que en la última década he estado más despistada. El caso es que me he fijado otra vez (con mezcla de horror y estupefacción), en la gente descalza, por penitencia, entiendo, en la sobredosis de políticos, traje oscuro y mantilla en ristre, que desfilan con cara de circunstancias detrás de borriquillas, Dolorosas y cruces en cualquier punto del país, en la Guardia Civil (mujer con la Virgen y hombre con el Cristo), desfilando junto a las imágenes, en los miles de personas abarrotando las calles...
          Y he vuelto a la Prehistoria, es decir, a mi infancia. A las monjas del colegio que nos contaban que era pecado jugar y reírse porque Jesús estaba sufriendo; a las larguísimas tardes de Viernes Santo sin tele y con cines y bares cerrados. Eran los años en que en este país nuestro, reserva espiritual de Europa, los gobernantes iban bajo palio y en los pueblos, nadie mandaba más que el cura desde su púlpito, predicando abstinencia y castidad.
          Han vuelto. No sé si por postureo, como se dice ahora, o porque estamos sufriendo una extraña involución, que hace que, como antaño, se corten las calles, se pongan todos los medios al alcance de cofrades de todo tipo y pelaje para que hagan de su capa un sayo en cualquier ciudad, interfiriendo en la vida normal, en la de la gente que, respetando su libertad religiosa, también pide un poco de lo mismo.
          Habrá quien sienta y viva con toda religiosidad estos días. No lo dudo. Pero he tenido la sensación de estar asistiendo a una inmensa representación, a un espectáculo organizado por quienes mandan, en el que nos han dado, sin pedirla, butaca de palco a los demás.
          E irremediablemente me he acordado de la Historia Sagrada de ni niñez. De los fariseos, los que, en apariencia, constituían el grupo más observador de las prescripciones de la ley. Aparecían como justos y daban impresión de una religiosidad seria. Sólo la impresión. Muchos alardes de religiosidad, de recogimiento, porque es lo que pita. O igual piensan que suman puntos por el número de procesiones a las que asisten, de misas que presiden o de prebendas que entregan a los obispos. Por cierto, que Cristo llamó a los fariseos “sepulcros blanqueados”, aludiendo al exterior impecable y al interior negro y retorcido.
           Miedo me da pensar en la próxima Semana Santa, porque hemos resucitado todo lo peor de las anteriores, la prepotencia, la caspa, los alardes exacerbados de religiosidad, la intolerancia hacia los que no comulgan con lo mismo, la acelerada marcha hacia la defunción del Estado aconfesional, el envalentonamiento de la Iglesia Católica, que no ha pasado por las urnas, que yo sepa…
          Cuando llegó un sacerdote a Macondo, reclamando dinero para la construcción de un templo, las gentes del lugar le replicaron que “durante muchos años habían estado sin cura, arreglando los negocios del alma directamente con Dios, y habían perdido la malicia del pecado mortal”  Ahora vivimos su resurrección. Y encima, hay tele.

miércoles, 12 de abril de 2017

Desde Macondo. COSAS DE POCA IMPORTANCIA

No sé si será la estación, con esos episodios de melancolía, de desgana, de apatía, que los entendidos llaman “astenia primaveral”. O el olor a incienso y cera, el lamento de los tambores y las imágenes de caras doloridas, flanqueadas por espectros con capuchas de colores pardos que pueblan nuestras calles en la semana que nos ocupa.
          O la muerte, más absurda que nunca, que nos ha visitado estos días en personas conocidas y demasiado jóvenes para dejar la vida, o en cuerpos anónimos en Estocolmo, en San Petersburgo, en Egipto, en Siria…
          El caso es que la memoria me ha traído de vuelta unos versos de uno de mis poetas de cabecera, León Felipe: ¡Qué lástima/que no pudiendo cantar otras hazañas/ venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia!”. Por su puerta pasaba todo, “Todo el ritmo de la vida pasa/por este cristal de mi ventana…/ ¡Y la muerte también pasa!”. Pero seguía escribiendo de lo que le dolía, de la guerra, del éxodo, de los cuentos que nos cuentan, ahora y siempre, de la Justicia, representada en la armadura abollada de Don Quijote.
          Las cosas de poca importancia son, en definitiva, las que nos mantienen vivos, las que nos hacen querer y ser queridos, mantener un mundo que se desmorona y no se parece en nada al que conocimos y al que soñábamos con conocer un día. Un mundo en el que el hombre, y sus circunstancias, fueran lo primero y lo más importante, más allá del dinero, de los Mercados, de las grandes cifras que no comprendemos, o que entendemos demasiado bien.
          Es Semana Santa. Ha bajado el paro y han mejorado las cifras de empleo. El PIB, que nunca nos explican bien, sube a niveles previos a la crisis y el crecimiento del país se sitúa a la altura de los mejores. Muy importante, sin duda. Un gran logro de los que nos gobiernan y se felicitan por sus hazañas.
          Pero vuelvo a las cosas de poca importancia. A los datos que revelan que hay millones de españoles pasándolo realmente mal, con empleo o encuadrados directamente en la categoría de “trabajadores pobres”, que es la que pita en estos momentos; a la brecha salarial entre hombres y mujeres, que empeora con los años; a las pensiones, que menguan según crece la inflación; a la desigualdad creciente que ha abierto ya un abismo insalvable y que sigue haciéndose más profunda día a día, porque los que nos dirigen están sólo para las cosas importantes.
          ¡Qué lástima! No me inspira la primavera, ni las vistosas procesiones, ni las bandas de música que las acompañan, ni el entusiasmo por las previsiones de crecimiento, ni caminar por la pomposamente llamada “senda de la recuperación”, ni el espectacular aumento de la riqueza en España, esa que mide el PIB, más falso que Judas.
          Será que, como el poeta, estoy condenada a contar cosas de poca importancia.

miércoles, 5 de abril de 2017

Desde Macondo. PECUNIAM NON OLET

Se cuenta que durante el mandato del emperador Vespasiano (69-79 d.C.) se estableció en Roma un gravamen sobre los orines (para que veáis que en materia de impuestos ya está todo inventado) que, vertidos en la “cloaca máxima”, eran utilizados por artesanos -curtidores, lavanderos, …- en sus manufacturas. La orina en la Antigua Roma era muy apreciada por su alto contenido en amoniaco, que mezclado con agua constituía un perfecto blanqueante. La “olorosa” peculiaridad de ese nuevo tributo, mereció la reprobación del hijo del emperador, Tito, que criticaba que el Estado se lucrara con algo tan, digamos poco fino.
          Fue entonces cuando Vespasiano, ofreciéndole unas monedas para comprobar su olor, ciertamente inexistente, pronunció esa expresión-“pecunia non olet”, el dinero no huele, que ha pasado así a la historia. El dinero es dinero, y vale lo que vale, venga de donde venga. Con independencia de que su origen sea lícito o no.
          Viene esto a cuento de las furibundas críticas que ha recibido la donación de 320 millones de euros por parte de Amancio Ortega, el multimillonario dueño de Inditex, para que hospitales públicos de toda España puedan comprar más de 290 equipos de última generación para el diagnóstico y tratamiento radioterápico del cáncer. La mayor donación conocida hasta el momento. Y a partir de aquí, se admite todo.
          Vale que esa cantidad, que nos parece estratosférica, representa tan sólo el 0,4 de su fortuna. Que le supone lo que a cualquier españolito común desprenderse de un par de euros, y mucho menos, proporcionalmente, claro, de lo que cuesta en muchos hogares el recibo de la solidaridad con Cruz Roja, Médicos sin Fronteras o Unicef. Vale que probablemente, como apuntan algunos, sin la correspondiente ingeniería fiscal, que las grandes empresas se saben al dedillo, pagaría en impuestos una cantidad mucho mayor que la cedida ahora generosamente.
          O que vaya a tener importantes deducciones fiscales por la donación. O que le sirva para hacerse publicidad, que yo le recomendaría revisar los textos sagrados: “Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mateo 6.2-3). Pero el ser humano es vanidoso.
          Y con todo lo dicho, el dinero, este dinero, no huele. Seguro que a los miles de beneficiarios de esos equipos punteros de tecnología que van a permitir detectar un cáncer cuando aún estemos a tiempo de curarlo, no les importa demasiado quien ha pagado la maquinita, quien les ha regalado uno, cinco o diez años de vida.
          Huele mucho peor, apesta, lo que se están llevando las mil y una tramas corruptas con las que llevamos años conviviendo; el dinero que roban del erario público, de nuestros impuestos, los desaprensivos que acumulan cuentan en Suiza, fortunas imposibles de hacer en cuatro días y partiendo de cero, sobrecostes en obras que pagamos todos, coches o yates de lujo…
          Ese dinero huele a podrido.