Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 22 de febrero de 2017

Desde Macondo. MEDITERRÁNEO

A veces, cuando una cree estar curada de espanto, llega algo que nos remueve la conciencia, nos pone los sentimientos en pie de guerra, sacude los cimientos de nuestra casa, más o menos cómoda pero con suelo y techo, y pone en tela de juicio lo que somos, lo que hacemos y, sobre todo, lo que podemos hacer. Unas veces es una noticia, una conversación, algo que vemos por la calle, una canción que nos toca la fibra o una imagen que vemos en las noticias o curioseando en las redes.
          O varias noticias, con sus correspondientes imágenes y sonidos, agrupadas en muy poco espacio de tiempo, que es lo que me ha movido a escribir esta columna. Hemos visto, en unos pocos días, la gigantesca manifestación de Barcelona, la mayor de Europa, a favor de los refugiados. Una enorme marea de decenas de miles de personas que acabó su recorrido frente al mar. En el Mediterráneo. Y un par de días antes, el macroconcierto de Serrat con la canción de su mar eterno convertido en himno reivindicativo y solidario.
          Y he visto, hoy mismo, una larga, larguísima fila de cadáveres, de todos los tamaños, tapados con sábanas en una playa de Trípoli. Eran 74. Los que se han recuperado, que sólo el mar sabe cuántos más había en la enésima patera naufragada.
          Sigue sonando “nací en el Mediterráneo”, que aún no se han apagado los ecos del concierto y seguimos pensando en el mar de Serrat de atardeceres rojos, guardián de niñeces felices, de primeros amores escondidos en la arena, inspirador de sueños posibles… Mare Nostrum. Nuestro Mar. Y ahora también el suyo, el de todos los que yacen en la playa, los que ha escupido el mar,  y los que se han perdido para siempre en sus fondos.
          El Mediterráneo ha vuelto a ser lo que siempre fue. Puente entre Europa, Asia y África. Canal de comunicación con el inmenso océano Atlántico, con el mar Rojo, con el Negro. Una enorme masa de agua que permitió el desarrollo de Mesopotamia, de Egipto, de Persia, de Fenicia, de Cartago, del colosal imperio de Alejandro, de Grecia, de Roma, del Islam, de la dominación otomana… Y de nuestra vergüenza.
          La historia del Mediterráneo, que es la historia de la Humanidad, está indisolublemente unida personas de todas las épocas, de todas las razas, colores y creencias, que  han surcado sus aguas buscando horizontes, rutas comerciales y nuevos territorios. Buscando ensanchar el mundo, para compartir ideas. Si hasta la democracia nació en sus orillas….
          Pero ahora hemos decidido que el Mediterráneo nos pertenece sólo a nosotros, que es nuestro mar y nadie más-salvo que sea en cruceros y previo pago, tienen derecho a transitar por las vías que abrieron todas las civilizaciones del mundo y que desde el llamado primer mundo nos hemos encargado de blindar.
          Creo que nunca más podré escuchar la canción, una de las mejores de todos los tiempos, ni bañarme en cálidas aguas de cualquier playa mediterránea sin que me ahogue el sentimiento de culpa, sin que la imagen de los pequeños Aylan o Samuel, o la orilla cubierta de cuerpos pulcramente tapados con sábanas, me haga salir como un rayo de esas aguas que no me pertenecen. De ese mar que es menos nuestro que nunca, porque en el fondo están todos aquellos con los que no quisimos compartirlo.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Desde Macondo. LA LLAMADA

Pasé mis primeros años de escolarización en un colegio de monjas. Hasta que llegó el momento de ir al Instituto, momento que viví como una liberación. Como casi todas las niñas de mi edad. O más, que no veía el momento de irme, para poner distancia entre la “llamada” y yo. Para no escucharla, si se producía.
          Es extraño cómo se fijan algunas cosas en la memoria, y regresan con cualquier excusa. He leído en estos días que cada mes desaparece al menos un convento o monasterio en España. En los últimos dos años, se han cerrado 341 casas de religiosos, la mayor parte de monjas, aunque también de frailes. La escasez de vocaciones y la elevada edad de sus moradores, tienen mucho que ver. Y la cosa sigue, porque al parecer, dos tercios de los 800 monasterios existentes aún en nuestro país están en una situación que podría abocar a su cierre. Y eso que en los últimos años se están «importando» monjas de otros continentes, especialmente de África, Asia e Hispanoamérica.
          Y me he acordado de la “llamada”. Me explico. En mi colegio, y entre poco más de una docena de monjas, había una que destacaba. Era del Norte. Más delicada y refinada que sus hermanas de Congregación, y la rumorología apuntaba a que era de familia bien, rica de cuna, y que incluso había tenido un novio antes de tomar los hábitos. Mi naturaleza curiosa y la desvergüenza de los pocos años me llevó un día a preguntarle, de sopetón, porqué había decidido enterrarse en un colegio en el corazón de la Mancha, lejos del mar y los lujos a los que estaba acostumbrada.
          En mala hora le pregunté, porque la respuesta me obsesionó durante años. Había recibido la “llamada” de Dios, y ante eso, no se podía hacer nada. Yo no quería ser monja ni por asomo, y me aterrorizaba la sola idea de que pudieran llamarme. Ahora sonrío al pensarlo, pero recuerdo haber comentado mi preocupación con mi madre, que no me hizo demasiado caso, y con mis amigas, que lo olvidaron al instante. La monja de la historia tuvo la suerte o la desgracia de que la llamaran dos veces, porque abandonó el colegio para irse a las Misiones. A Madagascar, creo.
          Los tiempos mandan, y alguien debe haberse cansado de llamar. O de que no se le escuche. Dicen que ya no hay donaciones, que tampoco bastan las tradicionales y tareas que se hacían entre rezo y rezo, pasteles y esas cosas. Unos pocos han entendido que las cosas han cambiado, y se han reconvertido en hospederías, en lugares turísticos en los que disfrutar de los enclaves privilegiados, la singular arquitectura y la tranquilidad que siempre ha caracterizado a conventos y monasterios.
          Pero en la mayoría ya no hay ruido. Nadie llama.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Desde Macondo. YA ESTÁN AQUÍ...

Pensaba que no iba a hablar de Trump en este espacio. Que iba a conseguir levantar un sólido muro para mantenerlo alejado de mis ocupaciones y mis preocupaciones. Una semana tras otra, desde que comenzara la campaña, lo he mantenido a raya, tapando cualquier resquicio por el que pudiera colarse, y diciéndome eso de que bastante tenemos con lo nuestro como para agobiarnos con lo de otros.
        Pero es que ahora es de todos. Me siento como la niña de Poltergeist susurrando “Ya están aquí...”. Él y lo que trae consigo, que por arriba aprieta Marine Le Pen y la vieja Europa vuelve a las andadas, echándose en brazos del populismo más obsceno.
        Y ya no se puede mirar hacia otro lado, que la cosa es muy seria, que se está derrumbando el mundo que conocíamos y nos va a pillar debajo. En un abrir y cerrar de ojos nos hemos encontrado hablando de racismo, de sexismo, de nacionalismos rancios, de alambradas de espinas y de muros insalvables.
        Están aquí y los hemos traído entre todos. Da igual que hayan recalado en la lejana América o en la vecina Francia. O en Polonia, en Hungría, en Austria… Predican contra los pobres, contra los refugiados, contra los que tienen la piel de otro color o rezan a un dios distinto. Y hasta contra los que no rezan.
        Ni en la peor pesadilla hubiéramos pensado, hace tan solo unos años, que podríamos convivir con semejantes personajes. Con sus ideas, con sus actos. Pero hemos hecho más. Los hemos elegido, los hemos votado, les damos todo el espacio del mundo en los informativos, en las conversaciones. En nuestras vidas.
        Los llamamos payasos, y son o van a ser dirigentes de los países más poderosos del mundo; nos reímos de sus ocurrencias, y ya no son tales. Son leyes.  Y yo que me creía que los personajes de Macondo eran raros porque levitaban, o regresaban de entre los muertos porque se aburrían, o ascendían a los cielos mientras doblaban las sábanas o hacían parir cientos de veces a los animales con su sola presencia. Qué va. Ahora los veo tan normalitos. Ni el cura Nicolás, ni Melquiades el gitano, ni Petra Cotes, prodigio de la naturaleza, ni tan siquiera Remedios La Bella tienen nada de paranormal. Y además, son de ficción.
        Los otros, se han escapado de la tele, de una mala novela histórica y se han hecho carne aquí, entre nosotros. Y lo que es peor, dirigen nuestras vidas.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Desde Macondo. UN MUNDO DE NÚMEROS

Nunca he podido decir eso de “bueno, me defiendo con los números”. Soy de Letras. Sin paliativos. Toda mi vida he andado a vueltas con las multiplicaciones, las divisiones, y no digamos nada de las raíces cuadradas y otras aviesas y malvadas operaciones matemáticas que jamás supe hacer medianamente bien y que aprendí de memoria para ir salvando exámenes obligatorios. Y alcancé algo parecido a la felicidad cuando, mediada la educación secundaria, escuché el ansiado:¿Ciencias o Letras?
          Desde ese momento, y hasta hora, mis encuentros con los números han sido llevaderos y ocasionales. Ahora son insoportables y constantes. La vida no es un frenesí, ni una farsa, ni una ficción. Todo en la vida es número y los números se han merendado el alfabeto.
          Somos números en la lista del paro o en la de cotizantes; números recortables o menguantes en la Sanidad o la Educación, y “sumandos” en las de impuestos. Somos números “primos” al contabilizar esos votos que nos encadenan por cuatro años (nada menos), en el Producto Interior Bruto, en el índice de pobreza, en los euros por habitante de la deuda pública, en las previsiones de desempleo, en el aumento de la inflación subyacente o la interanual, en el cálculo de las pensiones, en el precio de la salud, en el gasto de la enfermedad, en los años que vivimos y que cuentan para las pensiones…
          Aún no hemos llegado a eso de que nos llamen por el número, como a los prisioneros en la cárcel o a los humanoides de las películas galácticas, pero todo se andará. Cualquier día descubriremos en nuestro buzón una carta dirigida al contribuyente 456.721, o al pensionista X-9.555.213. Así, sin letras, porque se van desdibujando lentamente a favor de las cifras.
          Los números cuentan a la hora de poner la lavadora o encender el radiador que caliente nuestros maltrechos huesos, que hay que calcular a cuánto está el megawatio a ciertas horas; y al poner el puchero, que los calabacines han subido un 200 por cien. No nos saben igual. No nos reconforta el plato de sopa, porque tiene el sabor metálico y amargo de los números.
          Este sistema perverso está abandonando la calidez de las palabras en provecho de la frialdad de los números, cambiando las definiciones por cantidades. El calor de hogar se llama doscientos, la aspirina copagada, 6, la berenjena 3, y no sé cómo llamar al tomate, a la gasolina, a la botella de butano. Una abultada cifra seguida de un símbolo. Euros, claro. Y el abuelo no es abuelo, es la cuantía de su pensión. Y la justicia social o la igualdad son números en negativo, con el menos delante, y los niños con hambre, los muertos del mediterráneo, los refugiados ateridos, no tienen nombre, son una cifra monstruosa.
          Hay que volver a las palabras. Es necesario y es urgente. Como en Macondo, cuando sucedió la peste del olvido, debemos apresurarnos a etiquetar todas las cosas para que no se pierdan sus nombres, engullidos por una montaña de números.
          No hay guarismo cuya belleza pueda igualarse a los términos justicia, o igualdad, o amor, o conciencia, o solidaridad. Y no podemos permitir que los números acaben invadiendo nuestro mundo.